lunes, 21 de julio de 2014

Gastronomía de la antigua Roma



Muchas veces se tiene la percepción de que la historia sólo se preocupa de los grandes hechos o de los personajes más destacados que han dejado su huella a lo largo de los siglos. Y también, no hace falta decirlo, existe una imagen tópica de la arqueología asociada a espectaculares monumentos, tesoros, obras de arte o cualquier signo de la grandeza de las antiguas civilizaciones. No obstante, y sin dejar de lado todo lo que acabamos de mencionar, al estudioso del pasado también le interesa tener un conocimiento completo de la sociedad que rodeó los grandes eventos y los grandes restos. Por tanto, desde este punto de vista, la vida cotidiana de la gente de hace miles de años se convierte en un objetivo ineludible para cualquier investigador que pretenda hacer una reconstrucción precisa de las sociedades antiguas.

Así pues, junto a la figura del gran Julio César, debía haber un "cocinero de César", ciertamente anónimo, pero que también vivió y comió en la Roma del siglo I antes de Cristo. Y ya que hablamos de cocineros, valdría la pena hacer una pequeña inmersión en las costumbres culinarias y gastronómicas de aquella época, para acercarnos un poco a la realidad de cada día de nuestros antepasados​​. Pasemos pues a presentar algunas curiosidades y anécdotas de la gastronomía de la antigua Roma.

 

Como no podía ser de otra manera, los romanos ya practicaban la famosa "dieta mediterránea", basada en los mismos productos naturales que podemos encontrar hoy en día en nuestros mercados. Bueno, no exactamente, pues debemos tener en cuenta que los romanos desconocían muchos alimentos familiares para nosotros, que no llegaron a Europa hasta el siglo XVI de la mano de los primeros exploradores de América, aparte de otros productos de origen más exótico. Así, por ejemplo, nunca comieron patatas ni tomates ni pimientos ni calabazas ni piñas ni chocolate. De todos modos, la dieta romana –al menos en los territorios estrictamente mediterráneos– era bastante completa, con una dosis variada de cereales, legumbres, verduras y frutas, con la aportación adicional de diversas variedades de carne y pescado.

Reproducción de cocina romana
Las formas de cocción no eran muy diferentes de las nuestras; es decir, algunos alimentos se comían crudos, y otros se freían, se hervían o se hacían a la parrilla o al horno. Lo que sí impactaría al comensal de hoy en día sería la potente condimentación que se ponía en la mayoría de platos, en particular carnes y pescados, para esconder las pobres condiciones de preservación del alimento, ya que en muchos casos casi estaba en estado de putrefacción, si bien es cierto que ya se conocían algunas técnicas elementales de conservación como la salazón, que era la más común. Por otra parte, era frecuente añadir una buena cantidad de miel en muchos platos, especialmente postres, ya que los romanos nunca conocieron el azúcar y esa era la única manera que tenían de endulzar los alimentos.


En cuanto a la bebida, sabemos que se conocía la cerveza, pero era el vino el que ocupaba un lugar estelar en la mesa romana. La historia y la arqueología nos confirman que el cultivo de la vid estaba bastante extendido en muchas regiones del imperio y que el vino era objeto de un intenso comercio de larga distancia –a menudo por vía marítima– con los envases típicos de aquel tiempo: las ánforas. Ahora bien, hemos de recordar que el consumo del vino era un poco diferente del actual, ya que el proceso de fermentación no estaba muy depurado y la graduación de alcohol resultaba bastante fuerte. En consecuencia, era bastante común mezclar el vino con agua antes de servirlo (¡a veces caliente!) Y, aunque nos parezca un poco estrambótico, también era habitual aromatizarlo añadiendo miel o especies.


ánfora vinaria
Por otra parte, con el mismo prestigio que el vino, tenemos otro producto muy mediterráneo, el aceite, que también experimentó una amplia distribución comercial. Sólo como ejemplo de lo que supuso el volumen de este gran comercio, cabe mencionar una sorprendente anécdota arqueológica. En el siglo XIX, haciendo unas excavaciones cerca del río Tíber, en Roma, el arqueólogo alemán Heinrich Dressel descubrió que el Monte Testaccio (de unos 40 metros de altura), era en realidad una colina artificial –una especie de enorme vertedero– formado por millones de trozos rotos de ánforas de vino y de aceite.


Sobre los hábitos de alimentación, podemos decir que se ha creado un cierto mito alrededor de las bacanales y los grandes banquetes romanos, que ciertamente existieron, pero que no eran tan generalizados como podríamos pensar. De hecho, el pueblo romano fue bastante austero en sus costumbres culinarias durante siglos, prácticamente hasta finales de la época republicana. Los grandes banquetes fueron más bien fruto de las influencias griegas y estaban reservados a las clases más altas, que podían adquirir los productos más exclusivos originarios de los numerosos territorios conquistados por las legiones.


Sin embargo, la mayoría de la población romana sólo hacía una comida al día, o dos como máximo, y casi no tenía medios para cocinar ni para servir los alimentos. El menú habitual era básicamente vegetariano –el acceso a la carne y al pescado era algo excepcional para las clases más modestas– y se limitaba a gachas de cereales (llamadas puls o pulmentum), pan, sopas de verduras o legumbres, queso, aceitunas, frutos secos y poco más. De vez en cuando podían conseguir algo de cordero o cerdo, aunque las personas más pobres no dudaban en comer carne de perro o de gato.


En todo caso, el cereal –muy particularmente el trigo– era esencial para hacer pan, en cuanto alimento popular por excelencia (recordemos el famoso dicho de panem et circenses), por lo que los gobernantes se preocuparon de importar grandes cantidades de trigo egipcio para alimentar la población sin recursos Así, en la Roma del siglo I a. C. ya había en la ciudad unas 300 panaderías profesionales. Estos establecimientos hacían tres tipos de pan, de calidades y precios diferentes: desde uno parecido a nuestro pan blanco actual, el panis candidus, hasta una especie de pan negro de muy baja calidad, llamado sordidus, que se endurecía rápidamente.


Como contraste, las familias acomodadas tenían acceso a muchos productos y sin duda disfrutaban de una mesa más generosa y refinada, con un componente cárnico más elevado. Así, consumían a menudo cerdo, cordero, pollo, pato, aves de caza y más raramente ternera. También comían diferentes tipos de pescados y mariscos, pero sobre todo les entusiasmaba una salsa a base de pescado fermentado llamada garum, que hacía de complemento para casi todos los platos. Esta salsa sólo tuvo difusión en las mejores casas romanas, ya que como producto de lujo no estaba al alcance de cualquiera. Los expertos actuales, a partir de las descripciones escritas, consideran que el garum sería demasiado fuerte –casi repugnante– para nuestro gusto... y para nuestros estómagos.


Aparte de la calidad, también era importante la cantidad. Así, los romanos de clase alta solían hacer tres comidas diarias: el ientaculum, un desayuno a primera hora de la mañana, el prandium, un refrigerio ligero a mediodía y la coena, la comida principal a media tarde y que podía durar muchas horas. Los banquetes más lujosos, servidos por un ejército de esclavos, podían empezar hacia las tres de la tarde y no terminaban hasta bien entrada la noche. No hace falta decir que es en estas grandes celebraciones cuando tenían lugar los excesos más habituales, como las inevitables borracheras o los vómitos provocados para poder seguir comiendo.

 

bol de terra sigillata
Generalmente todos los banquetes tenían tres partes, con un total de siete u ocho platos: la gustatio (entrantes), la prima mensa (los platos más fuertes) y la secunda mensa (postres).
Los comensales comían alrededor de una mesa, pero no sentados, sino acostados en una especie de pequeño sofá, el triclinium. Los alimentos y bebidas eran servidos en piezas de lujo –de plata o vidrio– o en una vajilla de loza que los arqueólogos hemos bautizado como terra sigillata. Ahora bien, prácticamente no utilizaban cubiertos (muy ocasionalmente cuchillos y cucharas): era costumbre coger los alimentos directamente con los dedos. Para limpiarse, cada invitado debía llevar de su casa unas servilletas especiales (apophoreta) que, aparte de su función higiénica, eran el contenedor perfecto para poder llevarse luego las sobras del banquete.

Y además, no hay que olvidar que para los romanos el hecho de comer con la familia y las amistades era realmente un evento de relación social, por lo que la comida se alargaba con una especie de sobremesa –que ellos llamaban commissatio– en forma de tertulia, juegos, música, danzas, donación de obsequios, etc. Sabemos que los banquetes más comunes podían reunir aproximadamente entre 10 y 30 personas, pero en algunas fiestas imperiales podían asistir centenares de invitados. Eso sí, estos banquetes no se coronaban con los tradicionales cafés, licores o tabaco, simplemente porque eran desconocidos por los romanos...


Sólo como ejemplo, he aquí lo que podría ser el menú, relativamente moderado, de una comida "festiva" de una familia de buena posición:


Aperitivo
Ubre de cerda rellena de erizos salados
Setas con salsa de pescado a la pimienta

Platos principales
Gamo asado con salsa de cebolla, dátiles, uvas, aceite y miel
Avestruz asado con salsa dulce
Jamón cocido con higos y miel
Flamenco hervido con dátiles

Postres
Pastelillos africanos de vino dulce, calientes, con miel
Dátiles sin hueso, rellenos de frutos secos y piñones fritos con miel


Para terminar este repaso, no podía faltar una referencia a la "alta cocina" o gastronomía propiamente dicha, es decir, la figura del profesional o experto en la elaboración de platos exquisitos. Así, cabe mencionar que en época imperial vivió un famoso gastrónomo de nombre Apicius que vendría a ser el Paul Bocuse de la época. Este personaje escribió un completísimo libro sobre el arte culinario romano, De re coquinaria libri decem, en el que nos dejó casi medio millar de recetas originales con todo tipo de técnicas y productos: vino, conservas, entrantes, salsas, verduras, menestras, purés, puddings, carnes, pescados, mariscos, etc.


Además, Apicius experimentó con diversos alimentos e introdujo la costumbre de cebar algunos animales con una estricta dieta de higos para engordarles específicamente el hígado, obviamente como base para el foie gras. Por desgracia, este hombre, un auténtico sibarita entre sibaritas, estaba tan acostumbrado al lujo y al gasto sin medida que cuando su fortuna sufrió un fuerte quebranto se suicidó porque no se vio con fuerzas de rebajar su ritmo de vida. ¡O tempora o mores!, que diría Cicerón.


© Xavier Bartlett 2014

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