domingo, 1 de junio de 2014

¿Inquisición arqueológica?




Giordano Bruno
A lo largo de los siglos, y muy especialmente en la civilización occidental, ha existido una constante pugna entre el mundo de las creencias –llámese si se prefiere religión– y el conocimiento propiamente científico. No es preciso recordar que en esta pugna los investigadores más audaces fueron objeto de marginación o persecución y en muchos casos de juicio y condena (llegando incluso a la muerte en la hoguera) por expresar opiniones contrarias a lo que dictaba la autoridad religiosa. La lista de científicos represaliados o ejecutados es muy larga e incluye nombres tan notables como Galileo Galilei, Miguel Servet o Giordano Bruno. Por supuesto, sería muy inocente decir que se trataba de una cuestión meramente religiosa, pues de hecho el poder político y el religioso, y podríamos añadir el económico para completar el círculo, han ido de la mano desde el inicio de la civilización hasta hace no demasiado tiempo. Dicho de otro modo, la élite dominante siempre se ha esforzado en controlar las ideas y el saber científico para seguir manteniendo el statu quo imperante.

Frente a estos sombríos antecedentes, se supone que en los dos últimos siglos la humanidad ha progresado en todos los ámbitos y la ciencia empírica se ha abierto paso frente a las creencias y supersticiones hasta el punto de crear un marco de plena libertad para el avance del saber. Así pues, en nuestro mundo moderno la antigua Inquisición o cualquier otro sistema de imposición de ideas por autoridad divina ya está bien enterrado. ¿Pero es así realmente?

Bueno, a estas alturas es obvio que nadie es enviado a la hoguera ni sometido a torturas, pero habría que revisar qué ha ocurrido en los últimos tiempos con muchísimos científicos cuya investigación ha sido parada, marginada o desestimada recurriendo a los más diversos argumentos o estrategias para que su trabajo no viera la luz o no pudiera progresar. Y en este campo tenemos ejemplos tan duros como el del alemán Wilhem Reich, cuya investigación sobre el orgón le acabó pasando una onerosa factura: sus libros fueron quemados y él mismo fue enviado a la cárcel, donde falleció al cabo de poco tiempo. ¡Y esto en pleno siglo XX y en los Estados Unidos, supuesto paraíso de las libertades!

En este punto es lícito preguntarse cuál es el papel de la ciencia “oficial” hoy en día con respecto a las visiones alternativas (o heréticas) y si en cierta forma no se está reproduciendo la tremenda intransigencia de antaño, pero ejercida de forma mucho más sutil. Sobre esta cuestión, es oportuno destacar que muchos autores alternativos acuden a la famosa cita de Schoppenhauer acerca del triunfo de las nuevas ideas: primero se las ignora por completo, luego se las ridiculiza y cuando todo esto falla se las ataca ferozmente. Y finalmente, tales ideas acaban siendo aceptadas como del todo evidentes.

En cierto modo, la ciencia moderna, incluida la historia y la arqueología, ha funcionado de esta manera, pues la primera reacción ante las propuestas alternativas consiste en no considerarlas, al estar fuera del terreno de juego (o sea, la cancha científica académica). Sin embargo, a veces tales propuestas llegan al gran público y entonces algunos académicos se toman la molestia de ridiculizarlas, calificándolas directamente de pseudociencia, patrañas o productos para ganar algún dinero pero sin ningún valor científico. De todos modos, si el debate social sobre estas ideas heréticas prosigue, y además provoca el despertar de una minoría de científicos críticos, entonces se cargan las armas y se pasa a un estadio de persecución y ataque. Es en este punto cuando se construyen los sesudos contra-argumentos para poner de manifiesto los errores, manipulaciones y tergiversaciones de la visión alternativa, llegando en algunos casos al empleo de consideraciones ad hominem, que por supuesto no tienen nada de científicas y son del todo inadmisibles.

Claro está, y es apropiado remarcarlo, que esta animosidad no es propia del estamento académico y que no podemos convertir este enfrentamiento en una lucha de buenos y malos. Es de justicia afirmar que algunos científicos aceptan de buen grado un debate abierto y constructivo con los investigadores independientes, si bien suelen mantener muy estrictamente su visión ortodoxa para desmontar el argumentario alternativo. Y, por otra parte, a veces ciertos  autores alternativos despotrican contra todo el mundo académico, calificándolo de falso, corrupto o autocomplaciente, y metiendo a todos los expertos en el mismo saco de indeseables, o sea reproduciendo las mismas conductas que dicen criticar. En efecto, a la hora de la verdad, cuando se analizan los trabajos y la trayectoria de unos y otros, vemos que los errores, defectos y vicios típicamente humanos no están de un solo lado.

Si recurrimos ahora al marco de las revoluciones científicas acuñado por Thomas Khun, es bueno recordar que cuando un paradigma establecido es atacado, este se defiende a fin de mantener su validez. Por este motivo, es del todo lícito y normal que los científicos “oficialistas” opinen y critiquen –siempre que lo consideren conveniente– las ideas o teorías que no concuerdan con el paradigma imperante. No se trataría pues de ejercer una labor de “inquisición” o “censura” ni de nada por el estilo, sino de informar a la sociedad (aunque sea bajándose del sacrosanto pedestal científico) de por qué una determinada propuesta alternativa no se ajusta a los criterios científicos comúnmente aceptados y debería ser desechada. Esto puede estar especialmente indicado en los casos en que la propuesta no es que sea errónea, mal enfocada o mal construida, sino que se trate directamente de un fraude, esto es, de un acto de mala fe que puede merecer no sólo el rechazo moral sino incluso alguna acción judicial[1].

Para esta tarea, no se debería proceder de manera autoritaria o dogmática, sino con un ánimo constructivo tendente a mostrar las carencias o problemas de la visión no convencional, porque la gran mayoría de la gente no dispone de las claves para interpretar o juzgar correctamente una determinada afirmación. El objetivo, pues, no debe ser que la propuesta alternativa sea prohibida de ninguna de las maneras, sino que tenga su correspondiente contrapunto para que la opinión pública pueda establecer de forma libre y razonada su juicio. Y ahora viene la pregunta del millón: ¿Se comporta así el estamento académico de la arqueología o actúa a veces de forma inquisitorial, recordando los viejos tiempos de la verdad única e indiscutible?

La respuesta a esta pregunta no es fácil, pues la generalización es enemiga de la verdad. Si atendemos al gran número de publicaciones o producciones audiovisuales sobre arqueología alternativa, parece que en efecto tales ideas llegan al público de manera normal (hasta podríamos decir masiva) y que no hay ninguna campaña orquestada para ocultarlas o prohibirlas. Además, en muy pocas ocasiones son objeto de duras o exhaustivas críticas por parte del estamento académico. De hecho, existe una relativamente escasa bibliografía académica orientada a desmontar las propuestas alternativas, si bien en Internet se pueden encontrar varios sitios web de los llamados “escépticos” o “desmitificadores” (en inglés debunkers) que se dedican a este cometido.

Sin embargo, las situaciones que podríamos denominar “inquisitoriales”, aunque son pocas, existen, son reales y posiblemente producen más daño que beneficio a la ciencia establecida, pues muestran un dogmatismo propio de una secta que defiende una creencia y no admite que ciertas ideas peligrosas se difundan entre la opinión pública. Y antes de proseguir, tengo que aclarar que los casos que presentaré a continuación a modo ejemplo se refieren estrictamente a la relación entre el mundo académico y los outsiders, pero bien es cierto que dentro del propio campo académico existe un enfoque uniformitario que podría acercarse a un concepto de “Inquisición”, por cuanto trata de anular o reprimir las opiniones minoritarias (a veces muy contrarias al paradigma imperante). No obstante, dado que en este ámbito hay mucha tela que cortar, dejaríamos este tema para otro artículo.

El primer caso que traigo a colación es el polémico documental televisivo The mysterious origins of man, una producción de la cadena norteamericana NBC basada parcialmente en el libro Forbbiden Archaeology (de Michael Cremo y Richard Thompson) y que fue presentada por el célebre actor Charlton Heston. Este documental, que exponía una serie de argumentos y pruebas que ponían en entredicho la teoría de la evolución en el caso específico del ser humano, se emitió por vez primera en febrero de 1996. Tras su emisión, que causó un fuerte impacto sobre la audiencia, se generó inmediatamente una gran controversia social y científica. Así, una parte importante de la comunidad científica se mostró indignada por el revuelo producido por un producto pseudocientífico pero la cosa no fue a mayores. Mientras tanto, muchos profesores de ciencias no pararon de telefonear al National Center for Science Education (Centro Nacional para la Enseñanza de la Ciencia) porque sus alumnos, que habían visto el documental, les hacían preguntas comprometidas que no sabían cómo afrontar.

Sin embargo, la historia problemática de este documental empezó bastante antes de emitirse. Según relata Michael Cremo, los productores solicitaron al Museo de Historia Natural de la Universidad de California (en Berkeley) el permiso para filmar unas piezas encontradas por el geólogo J. D. Whitney en las minas de oro de California en el siglo XIX[2]. Tras ampararse en varias excusas (poca antelación de la solicitud, falta de personal y medios para sacar las piezas del Museo...), los responsables de Museo reconocieron abiertamente que no iban a permitir la exposición de tales objetos para ser filmados, lo que obligó a recurrir a fotografías del siglo XIX para mostrar los objetos en el documental.

Pero esto sería poco más que un episodio anecdótico si no fuera porque la cadena NBC anunció que tenía la intención de reemitir este programa dada la expectación generada. En este momento las críticas de la comunidad científica subieron de tono, creándose una situación de evidente tensión. Pero a pesar de toda la campaña de descrédito sufrida, la NBC volvió a emitir el documental. Esta segunda emisión fue posiblemente la gota que colmó el vaso de la paciencia académica y a raíz de ello la Dra. Allison R. Palmer, presidenta del Instituto de Estudios Cambrianos, envió el 17 de junio de ese año un correo electrónico a la Comisión Federal de Comunicaciones para que dicha comisión castigase a la cadena NBC por divulgar el programa al público norteamericano. Además, Palmer y otros científicos pidieron que la NBC se disculpara públicamente y que pagara una fuerte multa por la difusión de los programas, si bien finalmente la NBC salió indemne de esta campaña en su contra.

Michael Cremo en una conferencia
Con todo, Cremo y Thompson vieron en esta actuación una especie de persecución ideológica por parte de la facción más radical del establishment evolucionista y un atentado a la libre expresión de ideas, que debería ser –­en su opinión– el marco normal para la discusión científica. Desde luego, no hay que olvidar que en el contexto cultural específico de los EE UU tiene lugar desde hace décadas una disputa entre la ciencia oficial y la ciencia paralela de los creacionistas (o fundamentalistas cristianos), con un gran campo de batalla centrado en el derecho a la enseñanza de las teorías creacionistas en las escuelas. Este tema ha acabado varias veces en los tribunales y ha provocado no pocas controversias sociales y políticas, pues el estamento académico no considera que la libertad de expresión pueda avalar la difusión de las creencias religiosas como si fueran estudios científicos.

No obstante, detrás de esta extraña lucha entre la Biblia y Darwin, debería quedar claro –al menos para el observador imparcial– que este enfrentamiento es más bien una pantalla artificial para proteger de toda crítica la visión oficial neo-darwinista. Aquí tendríamos que estar hablando de expresar libremente ideas y argumentos que cuestionen la validez de una teoría científica, sin que ello suponga apoyar necesariamente posiciones de tipo religioso[3]. Si los argumentos científicos fuesen tan evidentes y contundentes sobre la evolución, no se entiende este nerviosismo ni esta actitud persecutoria. Y es el que el problema seguramente no está en los fanáticos de la Biblia, sino en las personas que piensan, razonan y evalúan las pruebas. Entre estos podemos encontrar varios científicos, algunos de ellos de muy notable trayectoria, que no admiten la veracidad de los postulados oficiales por considerar que faltan a la verdad del método científico. E incluso plantean directamente que existe una especie de pensamiento único que funciona de manera muy similar a un sistema de creencias religioso, que repite sus postulados básicos –no demostrados– como dogmas de fe y ataca a cualquier crítico tachándolo de no-científico (o sea, hereje).

Esta actitud hostil del estamento académico evolucionista ante cualquier crítica la podemos apreciar en otro caso sucedido aproximadamente en la misma época. Así pues, hemos de referirnos a las propuestas del periodista británico Richard Milton, especialista en divulgación científica, que fue un evolucionista convencido durante mucho tiempo. No obstante, tras 20 años de trabajos empezó a entrever grietas en el edificio evolucionista y como respuesta a sus dudas escribió en 1992 el libro The Facts of Life: Shattering the Myths of Darwinism (“Los hechos de la vida: haciendo añicos los mitos del darwinismo”). En esta extensa obra, Milton defendió argumentos contrarios a los del paradigma imperante, pero dejó bien claro que él no era un creacionista ni sostenía convicciones religiosas de ninguna clase.

El pecado de Milton, en realidad, es que sus propuestas iban más allá de una mera exposición científica; había también una expresa denuncia de que se estaba incurriendo en un dogmatismo inaceptable. No es de extrañar que le pusieran en la picota, pues Milton, entre otras cosas, mantenía que la ciencia no había conseguido aún aportar sólidas pruebas que respaldasen la teoría de la evolución, que el registro fósil no concordaba con la gradualidad evolutiva que propugnó Darwin, que la selección natural no era un mecanismo, sino un proceso de racionalización a partir de los hechos, que la mutación genética –ya sea por ventaja evolutiva o por azar– no era más que una necesidad de la teoría neo-darwinista o que algunas características físicas extremadamente precisas de las especies naturales difícilmente podrían ser fruto de una mutación espontánea. Y, finalmente, Milton atacaba de forma inequívoca la manipulación o manera de hacer ciencia por parte de las autoridades científicas, afirmando que los evolucionistas tienen un eficaz sistema de censura, de tal modo que los trabajos críticos con el neodarwinismo no prosperan y los que lo hacen son tachados de creacionistas.

Tras publicar el libro, Milton denunció ser objeto de una especie de caza de brujas por parte del estamento científico, y muy en particular por el eminente académico Richard Dawkins, que goza de la más alta reputación dentro del campo evolucionista. Sin ir más lejos, Dawkins describió el libro de Milton de la siguiente manera: “sandeces que revelan en casi cada una de las páginas una completa y total ignorancia de la materia en cuestión”. Incluso llegó al terreno de la descalificación personal, afirmando que Milton era un "chiflado" y "necesitado de ayuda psiquiátrica". Pero lo más sorprendente de su actitud es que dedicó dos tercios de su escrito crítico no a refutar los argumentos de Milton, sino a atacar a los editores del libro por su irresponsabilidad al haber aceptado una obra que se oponía al darwinismo.

Richard Dawkins
Por otra parte, Auriol Stevens, editora del London Times Higher Education Supplement, había encargado a Milton la redacción de un artículo crítico con los postulados del evolucionismo. Sin embargo, al anunciarse con antelación la aparición de este material, a Dawkins le faltó tiempo para escribir a la editora a fin de evitar la publicación del artículo, acusando a Milton de creacionista. La editora cedió a las presiones y el artículo nunca vio la luz, pese a que Milton envió una carta a Stevens a modo de apelación. Dicho de forma simple, Dawkins utilizó su influencia y prestigio para vetar un artículo de Milton. Como se puede comprobar, al alto sacerdocio científico goza de unas prerrogativas que para sí ya quisieran algunos colectivos con cierto poder, empezando por los políticos.

Cabe señalar que la obra de Milton fue objeto de otras duras críticas por parte de los expertos, que –puntualmente– recurrieron a algunos ataques desaforados o ad hominem. Prácticamente todos los revisores de su obra coincidieron en calificar su trabajo de pseudocientífico. Se le acusó, entre otras cosas, de no conocer bien la teoría que trataba de impugnar, de utilizar fuentes obsoletas o dudosas, de usar el pensamiento selectivo, de no aportar los datos empíricos precisos para sustentar sus proposiciones, de confundir y relacionar incorrectamente temas biológicos con geológicos, de recurrir a la paranoia conspirativa, de utilizar como justificación el argumentum ad ignorantiam, y de realizar acusaciones sin sentido contra la ciencia. Alguna crítica incidía también en el hecho de que Milton generaba falsas polémicas, creando escenarios que no se ajustaban a la realidad y después atacándolos. Sin embargo, todo esto forma parte de la crítica, que puede ser constructiva, destructiva, oportuna o desacertada, pero no es tapar la boca, cosa que sí hizo el mismísimo Richard Dawkins.   

Lo cierto es que desde entonces Richard Milton se ha situado claramente en la trinchera alternativa y a ojos de la ciencia está completamente desacreditado. Y bien, para ser justos, hay que reconocer que posiblemente Milton se equivocó en varios puntos y que creó falsas polémicas, pero su enfoque era del todo científico y lo único que pretendía era abrir un debate riguroso sobre un tema que más parecía una fortaleza inexpugnable que una teoría científica susceptible de ser analizada y criticada (y rechazada, por supuesto). Sin embargo, visto este caso y el anterior, da la impresión que desde ciertas posturas intransigentes no se quiere reconocer de ninguna manera que hay verdaderas alternativas rigurosas al evolucionismo ortodoxo, y que tales alternativas no tienen nada que ver con lecturas bíblicas sino con argumentos científicos.

A modo de conclusión final podríamos decir que no debemos bajar la guardia ante este especie de pensamiento único intolerante, que en ocasiones se cree con derecho a evitar que se propague cualquier otro conocimiento que no sea el oficial. Porque una cosa es trabajar y difundir los resultados de la investigación científica, y asumir ocasionalmente un papel crítico ante determinadas propuestas “no oficiales”, y otra cosa bien distinta es ejercer de credo fundamentalista –eso sí, disfrazado de institución objetiva, rigurosa y honesta– con la potestad de enterrar las opiniones inoportunas. De acuerdo, hoy no se quema a nadie, pero dificultar u obstaculizar de manera torticera la libre expresión del conocimiento alternativo recuerda bastante a las antiguas prácticas inquisitoriales. 

(c) Xavier Bartlett 2014 




[1] Por ejemplo, hace no muchos años una acción de este tipo –la falsificación en Israel de una inscripción en cierta sepultura (supuestamente de un hermano de Jesucristo) por parte de un anticuario– supuso el juicio y condena para el perpetrador del fraude.

[2] Dichas piezas eran objetos de innegable origen humano, con una supuesta datación extremadamente antigua, lo que las convertía en ooparts. Según una publicación de Whitney de 1880, se trataba de diversos útiles de piedra avanzados –entre los cuales destacaban puntas de lanza y morteros de piedra– que se habían hallado en estratos profundos bajo gruesas capas de lava inalteradas, con una datación geológica que oscilaba entre los 9 y los 55 millones de años.


[3] Con todo, la llamada teoría del diseño inteligente, que también cuestiona los principios del evolucionismo (pero que no se adscribe a ninguna creencia), también ha sido acusada de ser un creacionismo encubierto por cuanto defiende la existencia de una inteligencia suprema que plantea y fabrica de algún modo los mecanismos de la macroevolución. En general, cualquier alusión a Dios, o a una conciencia o inteligencia detrás del orden natural, es rechazada por el estamento darwinista, que en su mayoría se posiciona en un ateísmo militante.

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