Una de las tendencias que últimamente va cogiendo más fuerza
en el ámbito de la historia alternativa es la de interpretar muchos hechos históricos
en clave más o menos conspirativa. Esta visión propone una meta-lectura de muchos
eventos que tuvieron lugar en el pasado a partir de una serie de anomalías
que presuntamente son apartadas, ocultadas o tergiversadas por la versión
oficial histórica. Así pues, frente a una visión ortodoxa que expone una
sucesión fortuita de hechos y maniobras que conllevaron un cierto
resultado, algunos autores alternativos ven los claros indicios de una maquinación
en toda regla que planea los acontecimientos desde su principio hasta su final
para obtener el propósito deseado (por supuesto, el deseado por las élites
gobernantes).
Como era de esperar, estas visiones alternativas se han
centrado en particular en hechos de nuestra era contemporánea, pues los
registros históricos de toda clase son superiores en cantidad y en calidad a
los existentes de épocas más antiguas. Y desde luego, uno de los campos donde se
han buscado más claves ocultas es el de los desastres, fatalidades y
negligencias causadas supuestamente por errores humanos. Huelga decir que en
este tipo de enfoque existe el riesgo de caer en una actitud de sospecha generalizada
que tiende a ver manos negras por todas partes, a veces sin ningún atisbo
de pruebas o indicios mínimamente consistentes.
Sin embargo, si aplicamos la simple lógica o el sentido
común sobre varias observaciones objetivas que están fuera de duda, veremos que
existen muchos episodios históricos que encajan perfectamente en una especie de
escenario “kafkiano”, en el cual lo increíble se hace creíble, pues la larga cadena
de casualidades y extrañas circunstancias en que se desarrollaron tales episodios
resulta poco menos que un atentado a la
razón.
Uno de los ejemplos más claros de estas sospechas más que
razonables es el archifamoso hundimiento del trasatlántico Titanic. Este
buque, un prodigio de la ingeniería de su época y del cual se decía que
era prácticamente insumergible, acabó trágicamente en el fondo del Océano
Atlántico el 14 de abril de 1912, en su primera travesía, causando más de 1.500
víctimas mortales. Dado que se trata de una historia harto conocida, al menos
en su argumento básico, no es preciso repetir aquí lo que todo el mundo da por
sabido: que una fatalidad y una gran imprudencia comportaron el choque de la
nave contra un iceberg y su posterior hundimiento.
Sobre estos hechos se ha escrito mucho, desde la
investigación histórica a la ficción, sin olvidar las películas comerciales de
gran éxito. Inevitablemente, también se han lanzado todo tipo de especulaciones
sobre posibles escenarios conspirativos, incluyendo algunas historias tan
estrambóticas como la que afirma que el naufragio se debió a la maldición de
una momia egipcia embarcada en el buque[1]
o la que sostiene que el reciente hallazgo y exploración de los restos del Titanic
no fue más que una falsa operación para encubrir la búsqueda de submarinos
hundidos durante la Guerra Fría. Y por supuesto, toda esta parafernalia de hipótesis
más o menos rebuscadas suele ser objeto de descrédito y ridículo por parte de
la historiografía ortodoxa, que las presenta como resultado de mentes
calenturientas que ven cosas raras en cualquier desastre o hecho luctuoso.
Por el contrario, las investigaciones “serias” sobre el hundimiento han
preferido buscar razones técnicas de todo tipo, siendo una de las más apoyadas
la mala calidad del acero de principios de siglo XX, lo que habría provocado un
desgarro enorme en el casco (cosa que no hubiera ocurrido con el acero actual).
No obstante, no podemos dejar de lado algunos hechos
sorprendentes como una desconcertante profecía en forma de novela. Se trata de una obra escrita en 1898 por Morgan
Robertson con el nada ambiguo título de The Wreck of the Titan (“El
naufragio del Titán”) y con tales coincidencias en su argumento que muy difícilmente
podrían achacarse a la casualidad. Sólo a título de ejemplo, aparte del evidente
paralelismo en el nombre del barco, ambos buques –el de ficción y el real– se
hundieron un mes de abril en el Atlántico norte, a los dos se les consideraba “insumergibles”,
tenían prácticamente la misma eslora y velocidad, llevaban bastantes menos
botes de los precisos para embarcar a todo el pasaje y chocaron a alta velocidad
contra un iceberg. Ante estos datos, alguien podría hablar de poderes psíquicos de
precognición o de un plan meticulosamente preparado con varios años de antelación[2].
O la simple coincidencia, claro está...
Ahora bien, sin necesidad de plantear un escenario
conspirativo en toda regla, basta recopilar y analizar todas las informaciones
y detalles disponibles sobre la actuación humana entorno al Titanic para
llegar a la conclusión de que en este caso se daban demasiadas anomalías para
considerar que todo fue una cadena de errores y negligencias que condujeron a
un resultado fatal. Sólo a grandes rasgos, sin ánimo de ser exhaustivos,
podemos observar que ciertas actitudes y acciones (a las que habría que sumar
las “casualidades”) que se remontan al mismo diseño del barco no encajan
precisamente en lo que sería un escenario “normal” o razonable.
- En primer lugar, el barco –según su diseño– no disponía de botes de salvamento para todos los pasajeros, suponiendo que era una nave completamente segura y que la inclusión de los botes era casi una mera formalidad. Esto contravenía las pautas de seguridad más elementales.
- Los prismáticos de largo alcance para los vigías desaparecieron nada más iniciarse el viaje y no volvieron a ser vistos.
- El comportamiento del capitán John Smith, un veterano profesional con una enorme experiencia, despierta no pocas sospechas. Al parecer, durante la travesía mostró una actitud autoritaria impropia de su habitual cordialidad. Lo cierto es que no se sabe por qué ordenó cambiar el rumbo marcado y por qué aceptó la orden de ir a toda máquina en una área repleta de icebergs (a pesar de los repetidos avisos recibidos por parte de otros navíos), con el agravante de adentrarse en la zona más crítica en una noche muy oscura. Tampoco está claro por qué canceló un simulacro de salvamento con botes el mismo día 14 ni por qué se negó a emplazar equipos de guardia adicionales para divisar los peligrosos icebergs. Finalmente, su plan de salvamento tras el choque se retrasó incomprensiblemente como si nada grave hubiera pasado y se mostró más bien pusilánime e indeciso ante lo que estaba sucediendo.
- Sorprende la poca profesionalidad de la oficialidad a la hora de implementar el abandono del buque. Los primeros botes tardaron bastante en ser arriados, y cuando así se hizo apenas estaban ocupados por unas pocas personas, desaprovechando con mucho su máxima capacidad (por ejemplo, en el bote 1 embarcaron doce personas, siendo la capacidad total de 40 personas). Así, pese a la insuficiencia de botes, al menos se podía haber alojado en ellos a más de 1.100 personas y en cambio sólo fueron 705 los rescatados.
- A pesar de la presencia de dos barcos, el Carpathia y el Californian, en aguas próximas al lugar del naufragio, ninguno de los dos socorrió de forma inmediata al Titanic por diversas y confusas razones. Ni las señales luminosas fueron bien interpretadas (se dice que hubo un error al lanzar las begalas de color equivocado) ni la comunicación radiotelegráfica sirvió de gran cosa; de hecho, el Titanic no empezó a emitir mensajes de socorro hasta 45 minutos después del choque. Además, según varios testigos, otro barco no identificado fue visto en aquellas aguas pero aparentemente se mantuvo ajeno a los acontecimientos.
Algunos investigadores del naufragio en clave conspirativa
han visto en todos estos hechos una mano negra que actuó con premeditación y
alevosía (incluso, irónicamente, con nocturnidad, dadas las circunstancias del
naufragio) para implementar un meticuloso plan criminal. No vamos a desarrollar
aquí esta trama en detalle pero básicamente la podemos resumir diciendo que una
élite banquera internacional planeó la muerte de tres poderosos pasajeros (John
Astor, Benjamín Guggenheim e Isidor Strauss) que supuestamente se oponían a la
creación del gran banco privado llamado “Reserva Federal”, cuyo fin era
controlar la economía y las finanzas de los Estados Unidos[3]. De este modo, eliminada la oposición en el "accidente" del Titanic, se pudo fundar dicha institución un año más tarde, en 1913.
Según varias hipótesis, los banqueros habrían actuado como
correa de transmisión de los jesuitas, siendo el Vaticano el que orquestaría
toda la maniobra, aunque viendo el claro origen judío de unos y el férreo
catolicismo de los otros, más bien parece un collage de difícil digestión.
En este escenario se afirma como condición sine qua non que el capitán Smith era un miembro seglar de
la orden y que obedeció las órdenes dictadas para hundir su propia nave. Así
pues, para cometer tal crimen se habría ideado la travesía y el hundimiento del
Titanic con cientos de muertes para ocultar como un lamentable accidente
lo que sería una especie de asesinato selectivo. Y por si fuera poco, se
sugiere también la posibilidad de que se hubiesen hecho explosionar varios
artefactos coincidiendo con el impacto con el iceberg, a la vista de la
deformación “hacia afuera” del casco, según se pudo comprobar al examinar los
restos del naufragio a finales del siglo XX.
Por otro lado, hace pocos años surgió con fuerza otra teoría
conspirativa que sostiene que en realidad el barco hundido no fue el Titanic
sino su gemelo Olympic, completado unos meses antes. Según el autor Robin Gardiner, la suplantación de un
buque por otro se hizo para poder cobrar el seguro por el Titanic, pues
el Olympic había resultado dañado en una colisión con un buque de guerra
y la compañía aseguradora no se había hecho cargo de los gastos de reparación. De
este modo, la compañía White Star habría enmascarado convenientemente al Olympic y lo habría enviado al desastre, si
bien se hace difícil creer que fuera al precio de tantas vidas. En todo caso, una vez cobrada una fuerte suma por el seguro, el Titanic habría sido puesto en servicio con el nombre de Olympic, hasta causar baja en 1935. Gardiner aportó
numerosos datos y argumentos que avalaban su hipótesis, aunque es justo aclarar
que ha recibido bastantes críticas por la inexactitud o especulación de sus propuestas.
En fin, quien escribe estas líneas ha leído diversa
información sobre esta oscura y rocambolesca trama en la que se juntan
banqueros y jesuitas, pero que adolece de falta de pruebas fehacientes. Y todavía
hay más teorías que no he creído oportuno comentar porque poco o nada más
añaden a la controversia. A estas alturas, hablar de tantas y tan diversas conspiraciones
sobre el tema ya cansa y confunde a la gente, porque detrás de estas teorías se
sospecha que hay bastante negocio y sensacionalismo que muy poco aportan desde
el punto de vista histórico.
Sea como fuere, lo que sí está claro a la luz de los hechos es
que hay demasiadas circunstancias que invitan a pensar que la
lógica y el sentido común fueron borrados de la versión oficial del naufragio,
lo que en última instancia apuntaría a que el accidente no fue fortuito, sino que
pudo haber existido una motivación criminal para conducir el barco al sacrificio.
Naturalmente, errar es humano y la coincidencia de varios factores susceptibles de provocar un
desastre puede darse sin que haya por fuerza una intención perversa. Con todo, cuando se acumulan tantos errores, fallos y funestas casualidades y, sobre todo, se esfuman de golpe todos los comportamientos
profesionales, resulta ya difícil atribuir todas las culpas a un mero capricho del destino. Y si realmente se urdió una trama para causar el
hundimiento del trasatlántico, es obvio que jamás aparecerán las pruebas
definitivas (o no serán reconocidas como tales).
© Xavier Bartlett 2014
[1] Como se
puede comprobar (véase el artículo dedicado en este blog a la maldición de
Tutankhamon), el tema de las maldiciones de momias egipcias parece ser muy
socorrido a la hora de encandilar a las masas con sugerentes cuentos de brujas.
[2] Hay que destacar
que en 1898 todavía no se había diseñado ningún buque de las características de
la clase Titanic. Lo que sí es cierto es Robertson afirmaba tener capacidades paranormales.
[3] En cambio,
otros personajes de gran influencia, como J.P. Morgan, banquero y dueño de la
compañía White Star (propietaria del buque) que tenían previsto embarcar
en el Titanic finalmente se quedaron en tierra, sabiendo –supuestamente– lo
que iba a pasar o bien siendo avisados que no debían realizar el viaje. En un
caso muy revelador, la rica familia Wanderbright, que ya había
encargado acondicionar su camarote, anuló sus billetes sin más explicación diez
minutos antes de que zarpara el buque.
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